Mi historia con Juan, sin embargo, duró mucho más de lo que los dos hubiésemos querido. Por aquel entonces yo deambulaba sin rumbo en Colegiales, después de haber vuelto de un complicado viaje por el Uruguay. Era febrero, los restos de verano me ardían en la piel y la humedad hacía imposible salir a la calle antes de las siete de la tarde. Había alquilado un cuarto en una pensión casi vacía. En ese entonces estábamos la humedad del techo, un par de plantas, la vieja que cuidaba, un gato, yo y una pareja de bolivianos que se paseaban desnudos con la ventana abierta. Eso y el calor porteño.
Terminé en Colegiales como pude haber terminado en Vélez Sarsfield, en Morón o en Palermo. Me daba totalmente igual. Buenos Aires no esperaba nada de mí y por aquel tiempo yo no era más que la peor versión de mi mismo dando lo mejor de sí para intentar levantarse todas las mañanas. Aún así no alcanzaba y mi día empezaba después de las tres de la tarde. Como no tenía casi plata más que para comprar una lata de atún de vez en cuando o algunas salchichas de marca dudosa, lo poco que me había quedado después de pagar cuatro semanas de habitación por adelantado, lo guardaba para comprar una cerveza en un barcito de la esquina o comprar cigarrillos. Alternaba, según el día.
El tiempo que Juan pasó por mi vida duró tres semanas exactas. Y coincide exactamente porque lo conocí a la medianoche cuando se cumplía mi segundo martes en Capital. Estaba tomando una cerveza tibia en el bar triste de la esquina viendo como un gordo al que se le asomaba la panza por abajo de la remera y un tipo de pelo largo que se estaba quedando pelado jugaban al ping pong ya un poco borrachos en una esquina iluminada por un fluorescente. El calor era insoportable, la cerveza se me empastaba en la boca y me moría por un cigarrillo en medio de ese bar semi vacío. Los tipos que jugaban al ping pong no habían prendido ni uno en toda la noche, clara señal de que ninguno fumaba. Inmerso en mis pensamientos como estaba, saqué la caja aplastada de Marlboro del bolsillo de atrás del pantalón, esperanzado en encontrar algún cigarro en el fondo. Nada. Desde la barra un tipo rubio de barba que no había visto antes me miró fijo y con un gesto me señaló una caja de cigarros medio llena. Asentí con otro gesto y me tiró la caja que aterrizó en mi mesa, al lado de la botella tres cuartos llena. Agradecí, saqué uno, lo prendí y cuando me dispuse a devolerla del otro lado de la barra, el tipo ya estaba dado vuelta mirando en la televisión algo que parecía ser un concierto de los Clash, pero que no podía distinguir desde donde estaba y mucho menos oír con la radio sonando en todo el bar.
Terminé mi cerveza alrededor de la una de la mañana y me atreví a sacar otro cigarrillo más de los convidados. Para ese entonces, los que jugaban al ping pong ya se habían ido después de una discusión sobre el segundo gobierno de Perón que casi termina a las piñas. Cuando atravesaron la puerta, pude escuchar que ya iban riéndose de nuevo. En la radio sonaba un tema viejo de Shakira, que vino después de uno de Roberto Carlos. Más allá de la lentitud con la que transcurrían mis días, en esas dos cuadras me sentía totalmente fuera del tiempo real. -"Disculpame, ¿cuánto es?"- le dije al tipo de la caja que seguía inmóvil de espaldas, del otro lado del mostrador, inmerso en la tele que parecía haber avanzado en el tiempo y ahora se trataba de un recital en vivo de The Cure. -"Dieciseis pesos. ¿Te gusta The Cure?"- me preguntó. La verdad era que yo no cruzaba palabra alguna hacía días, más que un "Holaquétal" con la vieja de la pensión o algún que otro comentario que le hacía al gato cuando se asomaba a mi ventana en la siesta. Me sorprendió y le respondí que sí, pero que no conocía más que un par de temas. Así empezó nuestra primer conversación, pasada la medianoche con el bar ya vacío y con Desintegration sonando desde un DVD.
Empecé a ir todas las noches pasadas las doce. A Juan le cobraban las cervezas a precio de costo, así que podíamos tomar tres botellas al precio de una. A veces yo llevaba cigarrillos y, la mayoría de las veces, fumábamos de los de él. Las mejores charlas empezaban ya entrada la noche, sobre todo los fines de semana que la gente se iba más tarde y él tenía que atender las mesas hasta que el último viejo decidiera dejar el lugar. La radio no se podía apagar porque estaba conectada a la electricidad del local en una conexión dudosa, así que teníamos que bajarle el volumen al mínimo y poner algún DVD para escuchar desde el televisor. Nos dábamos cuenta que eran las seis de la mañana porque la radio hacía una interferencia extraña y se podía escuchar el himno sonando bajito deprimiendo los primeros rayos del sol. Entonces ya habíamos desarrollado una especie de ritual: nos quedábamos callados, no importaba de qué estuviésemos hablando y corríamos a la puerta para pararnos quietos, con la mano derecha en el corazón, viendo los colectivos que pasaban por la avenida de la esquina. Cuando la versión de Jairo terminaba, volvíamos a nuestros lugares y hacíamos como si nada hubiese pasado. Volvíamos a hablar de algún capítulo de Los lemmings y otros de Fabián Casas o elegíamos qué canción debería haber sonado en los minutos previos a la muerte de María Gabriela Epumer. Pasada las ocho, cuando la gente ya se hacía cada vez más visible y el calor de la mañana se dilataba amenazante en el ambiente, cortábamos la luz del bar, bajábamos la persiana de chapa y nos íbamos cada uno a su casa. A los veinte días de mi estadía, Buenos Aires era para mí un puñado de conversaciones literarias, cerveza Schneider a temperatura ambiente y la calma mortecina que aparecía en los ojos de él después de las cuatro de la mañana.
Mi última semana en Colegiales se basó en esperar durante el día, ansioso, que llegara la noche. A veces me sentaba en la vereda esperando que él apareciese dando vuelta la esquina o que alguien me encontrara lo suficientemente interesante como para entablar una conversación que yo siempre hubiese preferido tener con él. Ninguna de las dos cosas pasaba, así que me limitaba a lavar una muda de ropa, darme una ducha, hacerme unos fideos blancos o jugar con el gato en el pasillo de la entrada esperando que fuese un horario prudencial para asomarme al bar. A veces me quedaba dormido y me despertaba bañado en transpiración de la siesta. Siempre que cruzaba la calle sentía una modesta sensación de vergüenza por ser tan insistente, pero al mismo tiempo pensaba que si alguna vez faltaba a nuestro encuentro, aquella dimensión paralela que habíamos construido de madrugada se rompería para siempre.
Sonaba desde el televisor un disco de grandes éxitos de The Smiths la última noche que pasé en Buenos Aires. Hablamos un rato largo sobre qué debería hacer el otro si alguno de los dos cayese en coma. A quién avisarle, de qué manera intentar comunicarse. A las seis en punto, nuestra conversación había pasado ya desde los sesenta en Nueva York con Patti Smith a mi viaje en Buquebus volviendo desde Uruguay, cuando la voz de Jairo volvió a hacerse escuchar en la madrugada de mi último martes. El sol todavía no había salido. Apenas una resolana iluminaba de celeste el pavimento para cuando ambos estábamos, con la mano en el corazón, parados frente a la puerta del bar. Tenía la mirada clavada en una calcomanía de "Cards Welcome" gastada por el sol cuando vi los ojos de Juan reflejados en el vidrio, clavados en los míos. Estuvimos parados uno al lado del otro más cerca de lo que jamás antes habíamos estado en tres semanas. Jairo se derretía en el eco del lugar y de repente pareció dejar de cantar. Nos miramos prácticamente sin pestañear el uno al otro, a través del vidrio, hasta el último "con gloria a morir." Cuando sonó la ultima trompeta, volvimos a nuestras sillas a recoger las llaves, la billetera y cerramos la persiana de chapa sin decir ni una palabra. A las seis y doce estábamos afuera del bar. Nos saludamos como siempre, con la mano y desde lejos y yo crucé la calle. Atravesé el pasillo de la pensión y con cada paso sentía que iba dejando un pedazo de mi pegado a las baldosas. Llegando al cuarto, recogiendo lo que quedaba de mi existencia vi al gato durmiendo en un cantero. Entendí lo que ninguno quería saber. Ese mismo día a las dos de la tarde partía mi colectivo de vuelta a Tucumán.