
Por la ventana, las gotas caían suicidas hasta pegarse al vidrio. La noche era, quizás, más triste que todas las anteriores de aquel invierno. Sentarse en el marco de la ventana en aquel hotel barato en Praga era la única opción visible, por lo menos, aquella noche. Todo parecía igual, incluso a miles de kilómetros de su hogar, más allá de lo remoto del lugar. El parquet mantenía el calor y podía oírse, con un poco de esfuerzo, cómo las gotas de agua caían al piso del placard desde el abrigo empapado. El cuarto se mantenía a oscuras porque no había encontrado la ficha de la luz, pero así estaba bien. Desde la calle un resplandor iluminaba lo suficiente como para no tropezarse con las literas de metal del cuarto compartido del hotel más barato de la ciudad. La gente parecía caminar con naturalidad por las destrozadas calles checas, con una libertad envidiable ante los ojos de aquel turista preso de su habitación de algunas coronas. No había poco que hacer ni conocer, de hecho podría incluso haber cenado en aquel café visible desde dónde estaba sentado o ver las ofertas de las vidrieras que, aunque ya a oscuras, rodeaban la calle. El sólo hecho de pensar en siquiera pisar la calle, de tocar con la punta del zapato la fría vereda a la intemperie de aquel cielo metálico que amenazaba con caerse a pedazos en cualquier momento, le quitaba el aire. Lo llenaba de temor, de miedo, de ganas de romper a llorar y convertirse en otra porción de lluvia sobre la calle derruida. Después de todo, las literas se ofrecían cómodas y protectoras bajo aquel techo alto y desde allí podía verse, también, la noche transitada en la ciudad.
Al otro día despertaría con los pasos de un compañero de habitación que se había registrado mientras dormía. Cruzarían algunas palabras pobres y minutos más tarde se arrepentiría de haber perdido la oportunidad de conocer a alguien con quién recorrer aquellos paisajes hostiles con restos de dorado a la hoja y nubarrones plateados. En la estación de trenes, una vez más, se enfrentaría a aquella asfixia y sentimiento de desprotección, de fragilidad invernal. De vuelta a París ya todo parecía menos gris, incluso prometedor. Un año más tarde se arrepentiría de no haber bajado a la rivera del río y observar al puente Carlos desde abajo.
4 comentarios:
Me encanto, forro. Sos un zarpado. Está muy bueno.
Mirá, capaz servís para algo.
Llege aca de casualidad, muy lindo blog, muy lindos escritos y las fotos me encantaron. Un beso y exitos =) Lolaa,
con respecto a una firma que veo aca al costaditoo... no creo que quisas sirvas para algo, estoy segura de que lo servis..
y hoy me di el tiempo para leer atentamente y terminar cada uno de los cuentos de este blog, asi que esperare que subas más :)
besos
BeL
Me encanta éste.
Y hay cosas que en ese momento decimos "naah para qué gastarme, de qué me va a servir? estoy cansado, ahora no quiero ir hasta ahí abajo" y son detalles de los q después nos arrepentimos y pensamos "no me costaba nada! caminar un poquito más con todo lo q ya había caminado... tendría q haber aprovechado.."
:)
Un besote
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