
Mi madre siempre me acusó de reiterativo y obsesivo. Siempre lo supe y hasta lo admití, aunque claro, internamente. Frente a ella nunca daría el brazo a torcer. Algunos me consideraron pedante y presumido, aunque nunca me sentí así. Más bien he sido, en contadas ocasiones, auto-destructivo y pesimista frente a mí mismo. De todas formas, creo que mi única capacidad ha sido (y espero que siga siendo) la de contarme historias ajenas. Y es que frente a tanta inmensidad movediza, tantos rostros que me miran sin mirar, atravesándome con sus miradas punzantes, ¿qué más puedo hacer sino es inventar sus propias historias?. Ok. Lo admito. También me han catalogado de loco y soñador. Asumo la culpa y si es necesario, pagaré por los males ocasionados. De todas formas, insisto, nunca fue mi intención hacerle mal a nadie. Ni siquiera a Vanesa. Su fragilidad me producía asesinas ganas de protegerla. Nunca creí poder sentir dependencia de alguien, no al menos de la forma que lo hacía con ella. Su suave aliento a jazmín, con la densidad justa, la humedad indicada. Su piel blanca, etérea, perfecta al tacto. Y aquel pelo, aquel pelo que se derramaba por los hombros señalando el camino hacia sus senos. Vanesa era perfección y desgano, era ganas de vomitar sobre su piel solo para quitarle aquella aura divina y hacerla pertenecer a esta tierra. Vanesa era todas mis lágrimas acumuladas en un rincón, a punto de estallar cada vez que la veía.
Aún recuerdo cuando la conocí, nunca me había sucedida algo así. La vi caminando entre los anticuarios de aquella placita a la que después volvimos tantas veces, meneando esa diminuta cintura para provocar (nunca lo admitió, pero estoy seguro que fue así) a los vendedores de antigüedades. Las lámparas de pie se encendían a su paso, los cubiertos de plata expuestos sobre los mesones se lustraban a sí mismos al verla, las muñecas de porcelana se ruborizaban con sólo respirar el mismo aire que ella. Así era Vanesa, provocaba esas ganas de suicidarse lentamente, de asfixia quizás, pero de alguna manera que no manchara el paisaje que ella compartía. Me recuerdo caminando detrás de ella, deslumbrado por la manera en que el sol la bañaba, envidiando a los rayos que la tocaban. Se dio vuelta y me preguntó: -"Es hermoso, no?"- y me señaló un pequeño relicario vacío. Yo no le encontraba nada de hermoso, más bien me resultaba deprimente que las fotos de dos amantes hayan sido descartadas para luego poder vender aquel colgante dorado con forma cursi de corazón. Yo tenía la boca seca por el calor (o porque ella me había hablado) y me quedé callado, permaneciendo en mi lugar, esquivando su mirada pero regalándole una sonrisita mediocre.
Vanesa siguió por los demás mesones, con aquel paso de caballito de carrousel, tentando a todos los hombres de le plaza a mirarle las curvas. Todavía puedo sentir las ganas de abrazarla, de hacerla mía y no permitir que nadie más la viera. Compré el relicario al viejo que lo vendía y me lo envolvió en el diario del día. Fue curioso, pero la página del diario hablaba sobre los beneficios de besarse, otro trillado reportaje de un diario que no sabe con qué rellenar sus hojas. Me acerqué a Vanesa y, hablándole por primera vez, le di el paquetito mal envuelto. A ella le brillaron los ojos y yo tuve ganas de fotografiarlos hasta el cansancio para no perder ese momento. Me lo agradeció de manera entrenada y me invitó un café. Estuvimos por horas, ella hablaba y yo escuchaba con ganas asesinas de arrancarle la ropa y besar esa piel de parafina. Caminamos por la vereda de su casa, ya era de noche y me acuerdo que la luna brillaba en el picaporte de su puerta. Entramos a su living, estaba desordenado y me causo un poco de asco que aún hubieran restos del almuerzo sobre la mesa. Ella me contaba alguna anécdota (de las miles que tenía) y yo la callé con un beso, probablemente el beso más desesperado que he dado. Nos desnudamos sobre el sillón y corrimos desnudos, en un abrazo por el pasillo. Tuvimos sexo sobre la puerta del placard e hicimos el amor sobre la cama, minutos después. Vanesa era así, yuxtaposición e incoherencia, amor y odio, sexo y amor.
Los días con Vanesa transcurrían así, entre la plaza el café y su cama. Su perfume me adormecía y estremecía, me repugnaba y empalagaba. A veces, de vuelta a mi casa me detenía en algún bar a tomar un whisky cargado, sólo para sacarme el gusto a ella de la boca. Después de acostarme con ella (porque a fin de cuentas era eso, nos acostábamos, nos encamábamos, no hacíamos el amor) necesitaba fumarme un cigarro, alguno de marca barata que disimulara un poco el olor de su voz y me quitara las ganas de vomitar.
A veces creo que pierdo la cuenta, sé que fueron 4 meses pero yo creo que el tiempo con ella trabajaba de manera diferente, las agujas del reloj retrocedían una hora cada dos, la atmósfera se cargaba de una densidad distinta y a mi me invadía una sensación de desesperación. Muchas veces pensé en tomarme el primer ómnibus a Comodoro Rivadavia, volver a mi casa natal y dejar atrás los adoquines de esa plaza, el brillo de ese picaporte y el olor de esas sábanas. Fueron cuatro meses, sí, pero yo podría resumir mi vida en ellos.
A veces cuando veía sus tobillos desnudos encabezando aquellos pies perfectos sentía ganas de pedirle perdón, de arrodillarme y susurrarle en su vientre que me perdonara. Disculparme porque el sol no giraba alrededor de su cuerpo. Así recuerdo mi última noche con ella. Sus ojos ya no brillaban con los regalos. Sus copas de agua ya no eran tan verdes y sus sábanas parecían menos arrugadas. Besé su cuello con más furia que otras veces, la acaricié con violencia para hacerla volver a nuestro encuentro. Fue inútil. Vanesa estaba ausente mirando al cielo razo con ganas de pertenecer a aquellas manchas de humedad. La golpeé en la boca, quizás en un inútil esfuerzo de hacerla retroceder cuatro meses, de que volviera a ser aquel caballito que se meneaba provocativamente. Sus ojos se abrieron fuertes y gritó. Recuerdo que gritaba mientras yo estaba sobre ella, pero no recuerdo qué decía. Sus ojos abiertos y su boca rociándome de su aliento espeso, que tampoco era el mismo. Intenté con todas mis fuerzas recuperarla pero era inútil. La almohada ya estaba sobre su rostro y su aliento no humedecía mi frente. Descubrí su cara para verla por última vez pero seguía así, ausente, sólo que esta vez era una ausencia distinta. Dos ojos abiertos sin mirar, una boca callada sin gritar. Sentí paz recorrer todo mi cuerpo, como si Vanesa por fin se hubiese transformado en una mancha más de humedad en el cielo razo. Me acurruqué a su lado y dormí tranquilo por primera vez desde hacía cuatro meses. Ahora sabía que ya nadie podría desearla como yo, ya los anticuarios no la deborarían con sus pupilas vacías y los rayos del sol no la tocarían de manera indecorosa. Vanesa era por fin mía.
3 comentarios:
Hermoso para ser de un hórrido tan hórrido como vos.
Me dan ganas de vomitar a Vanesa también.
Decime que no es ficción y que algún día la cruzaré por la calle para devolverle mi guiso de lentejas en la cara.
Matame. Soy un asco.
Q belleza es leer lo q escribís, de verdad q me quedo atrapada por las historias.
Tu percepción tan perfecta de las cosas me hizo acordar cuando me recomendaste "Cuentos de Navidad" mientras que quienes me conocían hacía tal vez 7 años ni lo hubieran notado.
T quiero pito frígido!
Esta porquería se clavó cuando te estaba escribiendo hace un rato.. ¬¬
Te decía... por fin encontré un tiempito tranquilo, para leerte, porque esta vez escribirte bastante! Me sorprendió y me encantó!
No abandones el blog!! Meté mano e investigá sobre los fondos! :)
Un besoteee
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