El cielo está fucsia, otra vez. Tengo que confesar que pinté las nubes porque sé que te gustan así, como cuando está a punto de llover. Los adoquines se tiñen de púrpura con el rocío del amanecer y las baldosas flojas, vengativas, tiñen los ruedos de los que pisan sin cautela al caminar. Podríamos pasarnos horas así, callados en la misma esquina de siempre esperando al taxi que los dos sabemos que no va a llegar (y nos gusta que sea así). Me mirás de reojo y sé que estás sintiendo pena por el linyera que muere de frío tapado con el diario de ayer. Me gusta que sea así, que abajo de esas cejas infantiles te quede un poco de humanidad que reprimís con cada pitada del último cigarrillo que (me) queda. Teñís el negro de los guantes que tan prolijamente recortaste para dejar ver tus uñas azules respirando el aire gélido con un barniz de cenizas en el descuido de arruinarte los pulmones con una pitada más. Seguimos callados, en la oscuridad, pensando en París y Notre Dame, conectados por lo que nos queda de luz en la mirada, por lo que la vida todavía no pudo borrar. Te ceñís despacio a mi abrigo y siento que por fin el rompecabezas de mi organismo se completa, se torna entero bajo el farol de nuestro desvelo. Te reís, no sé de qué, probablemente es una táctica más para mostrar las perlitas de tu boca que se cierran cada vez que me acerco más-de-lo-apropiado y que de noche me despiertan desvalido en lo nocturno de mis fantasías infantiles. ¡Ay! pensar que por un momento me tomé el atrevimiento de borrarte de mi mente, de olvidarme del corazón que forma tu frente y del frío de tus manos que me calienta el pecho cuando vuelve a garuar. De lejos se escucha la canción esa del "heart of glass", esa que tarareás cuando salimos a caminar [que el taxi se demore en llegar...]. Corta la noche, insolente, con sus luces blancas y te vas una vez más, robándome las perlas y tu suspirar. Te subís, apurada por el frío y tus pies se quedan al lado mío. Te alejás en la noche y me enojo al pensar ¡tan sólo un rato más!.