Hace horas que intento recordar si lo que quería decir lo había dicho yo o un amigo, algún tiempo atrás en nuestras conversaciones invernales café-y-cigarrillo de por medio en el sillón. Pero no, no recuerdo con certeza qué era lo que quería contar; lo único cierto es que tengo tendencia a apropiarme de comentarios y situaciones ajenas, incluso hasta el punto de autoconvencerme de que fui yo el protagonista de la historia en cuestión. No sé si será un defecto, una patología, un problema psiquiátrico o un don, pero rara vez puedo separar con certeza las cosas que vivo de las que imagino, así que no puedo asegurar que lo que digo que pasó, realmente pasó.
En fin, crucé el molinillo del subte línea D y me paré en el andén (supongo que también se le llama andén en el caso de los subtes), a escasos metros de ella. No podía quitarle los ojos de encima, pensaba que si hacía la suficiente fuerza con la mirada, lograría atraerla hacia mi cuerpo haciendo las veces de polo magnético, o que simplemente se daría vuelta, me sonreiría y volvería a mirar si se acercaba el subte. Pero, obviamente, nada de eso ocurrió. En los dos minutos previos al arribo del subte analicé cada porción de su cuerpo, desde su nuca al descubierto, bajando por el paño del sobretodo, llegando a unos jeans ajustados y terminando en unas zapatillas también embarradas por los maliciosos adoquines. -"Se largó de vuelta"- dijo una señora con un dorado tono de voz que hacía juego con sus zapatos, cartera, collar y pelo, mientras se sacudía el agua de aquella esponjosa estructura rubia que llevaba sobre su cabeza.
-"Al fin"- pensé cuando llegó el subte, y en seguida entendí que yo no esperaba el subte y que ni siquiera sabía a dónde me dirigía, de momento sólo importaba seguirla. Entré al vagón del subte calculando ingresar al mismo que ella, pero por distintas puertas, para no quedar como un acosador (que era en lo que me había convertido, prácticamente) y par que tuviésemos la oportunidad de cruzar miradas al encontrarnos. Pasó lo esperado: ella ingresó y permaneció de pie en la otra punta del vagón, lo que me hizo cruzarlo entre feroces miradas de pasajeros, para permanecer viéndola inmersa en su lectura, apoyada levemente contra una de las ventanas. Si Da Vinci viviese aún, estoy seguro que hubiese pintado aquel retrato de perfección, sin dudas. Cada parte encajaba exactamente con la otra, desde el barro de las zapatillas hasta la tapa del libro, sus enormes ojos marrones perdidos entre aquellas letras y el sobretodo rojo un poco desprendido mostrando una camisa a cuadros azules y blancos, similar a una que yo tengo. -"¡Hasta tenemos los mismos gustos!"- me dije intentando, una vez más, autoconvencerme de que ella era la indicada y que no dejarla ir era lo mejor que había hecho en mi vida. La gente seguía perdida en sus rutinarios viajes en subte, leyendo el diario ya desactualizado a las 7,45 de la tarde, enviando mensajes, escuchando música, etc. Nadie reperaba en ella y (gracias a Dios) tampoco en mi y mi mirada desorbitada.
Avanzaron las estaciones, no supe contar cuántas ni sabía con certeza qué recorrido estaba haciendo. Las puertas se abrieron bruscas con un sonoro "piiiiip" de alerta y vi entre la multitud moverse el abrigo rojo. Me faltaban piernas para correr hacia la puerta y aquella egoísta multitud humana no me dejaba avanzar. Finalmente lo logré y me encontraba caminando a unos escasos ocho pasos de ella. "Salida" indicaba un cartel verde que ella siguió y yo, por supuesto, también. Las escaleras estaban llenas de barro, clara señal de que la lluvia no había parado, y pude verla ajustándose el sobretodo mientras se disponía a abandonar aquel mundo subterráneo. Desde luego, yo hice lo mismo con el mío, aseguré mi bolso contra el cuerpo y la seguí.
En fin, crucé el molinillo del subte línea D y me paré en el andén (supongo que también se le llama andén en el caso de los subtes), a escasos metros de ella. No podía quitarle los ojos de encima, pensaba que si hacía la suficiente fuerza con la mirada, lograría atraerla hacia mi cuerpo haciendo las veces de polo magnético, o que simplemente se daría vuelta, me sonreiría y volvería a mirar si se acercaba el subte. Pero, obviamente, nada de eso ocurrió. En los dos minutos previos al arribo del subte analicé cada porción de su cuerpo, desde su nuca al descubierto, bajando por el paño del sobretodo, llegando a unos jeans ajustados y terminando en unas zapatillas también embarradas por los maliciosos adoquines. -"Se largó de vuelta"- dijo una señora con un dorado tono de voz que hacía juego con sus zapatos, cartera, collar y pelo, mientras se sacudía el agua de aquella esponjosa estructura rubia que llevaba sobre su cabeza.
-"Al fin"- pensé cuando llegó el subte, y en seguida entendí que yo no esperaba el subte y que ni siquiera sabía a dónde me dirigía, de momento sólo importaba seguirla. Entré al vagón del subte calculando ingresar al mismo que ella, pero por distintas puertas, para no quedar como un acosador (que era en lo que me había convertido, prácticamente) y par que tuviésemos la oportunidad de cruzar miradas al encontrarnos. Pasó lo esperado: ella ingresó y permaneció de pie en la otra punta del vagón, lo que me hizo cruzarlo entre feroces miradas de pasajeros, para permanecer viéndola inmersa en su lectura, apoyada levemente contra una de las ventanas. Si Da Vinci viviese aún, estoy seguro que hubiese pintado aquel retrato de perfección, sin dudas. Cada parte encajaba exactamente con la otra, desde el barro de las zapatillas hasta la tapa del libro, sus enormes ojos marrones perdidos entre aquellas letras y el sobretodo rojo un poco desprendido mostrando una camisa a cuadros azules y blancos, similar a una que yo tengo. -"¡Hasta tenemos los mismos gustos!"- me dije intentando, una vez más, autoconvencerme de que ella era la indicada y que no dejarla ir era lo mejor que había hecho en mi vida. La gente seguía perdida en sus rutinarios viajes en subte, leyendo el diario ya desactualizado a las 7,45 de la tarde, enviando mensajes, escuchando música, etc. Nadie reperaba en ella y (gracias a Dios) tampoco en mi y mi mirada desorbitada.
Avanzaron las estaciones, no supe contar cuántas ni sabía con certeza qué recorrido estaba haciendo. Las puertas se abrieron bruscas con un sonoro "piiiiip" de alerta y vi entre la multitud moverse el abrigo rojo. Me faltaban piernas para correr hacia la puerta y aquella egoísta multitud humana no me dejaba avanzar. Finalmente lo logré y me encontraba caminando a unos escasos ocho pasos de ella. "Salida" indicaba un cartel verde que ella siguió y yo, por supuesto, también. Las escaleras estaban llenas de barro, clara señal de que la lluvia no había parado, y pude verla ajustándose el sobretodo mientras se disponía a abandonar aquel mundo subterráneo. Desde luego, yo hice lo mismo con el mío, aseguré mi bolso contra el cuerpo y la seguí.
3 comentarios:
Para desmitificar, el hecho de que segundas partes nunca son buenas.
Continua el misterio.
Te entiendo con eso de que el verano no inspira, pero al mismo tiempo se vive mejor. Habra que elegir, entre la vida y la poesia?!
bua como siempre me fui de tema.
Esto ocurrió?
Por favor, escribí la continuación.
hey!
ahora me toca arengar (?) por la tercera parte.
te queda bien el misterio ¬¬
Saludos.
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