Desde que tengo memoria, mi vida amorosa, además de dramática, tormentosa y escaza, siempre se vio envuelta en intrusiones de terceros. Aunque si me detengo a pensar en aquellos "terceros" podría casi afirmar que sombra de un extra en todas fue la base de todas y cada una de mis relaciones. Incluso, haciendo un gran esfuerzo por recordar, el primer gran amor de mi vida fue compartido casi a medias con quien, por aquel entonces, era mi mejor amigo. ¿Qué prueba más sólida existe de mi extraña condición que tres preinfantiles que comparten una misma historia?.
Eran los 90, auge de hombreras y década de abundancia menemista. Colegio privado, uniforme verde con un trébol, huevos kinder a un peso. Empecé por aquel entonces el jardín, al igual que casi todo en mi vida: llorando. El terror de aquellos veintipico uniformes mirándome mientras yo entraba, con los ojos acuosos y la cara colorada y Miss (porque, repito, era época menemista y no existían las "señoritas") Eugenia me ofrecía sus manos creadoras de masa de sal para que me sentase en alguna de esas sillas al ras del suelo. Y a partir de ahí, todo fue encaminándose. El recreo junto a la reja, la huerta, los power rangers, etcétera, etcétera. No recuerdo con exactitud cuál fue el momento justo donde empezó todo, más bien me viene a la mente un menjunge con olor a plasticola, crayón y mocos, pero fue a mis cuatro años que comenzó a engendrarse mi primer y segundo (ya veremos por qué segundo) gran amor, que al igual que todos los que le seguirían, sería compartido.
Tenía los ojos del marrón más claro que recuerdo, eran prácticamente amarillos del mismo tono que su pelo. Parecía salida del trigo mismo. Era fuerte, prepotente, y jamás la vería despeinada ni sucia. Era la antítesis de las demás compañeritas. Si la mochila de todas era rosada, pues la de ella era roja. La rebelde, en el buen sentido, del curso, con la que todos querían sentarse. La que tenía el pony de plástico más brillante y la sonrisa más linda del continente (o por lo menos a mi así me parecía). Incluso su nombre encerraba cierto mistisismo y creo que jamás se borrará de mi mente.
No sé cómo fue que "N" y yo nos acercamos por primera vez, pero de un segundo a otro nos volvimos inseparables, aunque ella siempre guardaba cierta distancia y esceptisismo, tan típico de su personalidad. Ella era del tipo de chicas que te decían: -"Tonto."- si les confesabas que te gustaba, pero con la dosis justa de dulzura como para que volvieras a intentarlo la semana próxima.
Así como apareció ella, salida del trigo, apareció también "A" salido de entre las piedras. Era un poco más bajo que yo, con los dientes separados, el pelo rubísimo y los ojos casi negros. Él era exactamente todo lo que yo no; era atlético, simpático, gracioso. Era de la clase de chicos que podía trepar la pared de la huerta y meterse a escondidas a la casa que estaba pegada al jardín. Yo era de los que lo miraban desde abajo, excitados por semejante hazaña, pero incapaces de levantar las piernas por encima de mis rodillas. Así como con "N", y de un día para otro, nos volvimos también inseparables. Eramos un dúo que no venía por separado y si él se movía hacia la izquierda, yo lo hacía hacia la derecha para contrarrestar su peso.
Y así comenzó todo a mezclarse, antes de que yo tuviera la confianza que adquirí con cada uno de ellos, ellos traían su historia desde antes (una semana, digamos, que en un jardín de infantes puede equivaler a años). El vínculo que encerraban era más especial, más pícaro quizás. Cuando estaban en frente mío sentía el frío del paredón que me alejaba de ellos y de lo que guardaban. Las cosas entre "N" y yo eran más distantes, más misteriosas, cargadas de miradas y silencios, de excusas para sentarnos juntos sin que el otro se diera cuenta.
La situación se extendió durante casi dos años, sin que ninguno avanzase más que el otro. Todo era compartido y paso a paso, mientras que ella era quien nos marcaba el ritmo al que podíamos acercarnos. Mientras yo me mordía de vez en cuando mis celos por "A", entre los tres íbamos creando una especie de burbuja irrompible donde nadie podía entrar, donde los límites no eran claros y donde el lugar que ocupaba cada uno, era intercambiable por el que estaba a la derecha, como una especie de juego de mesa tácito al que jugábamos de a tres.
Luego llegó la mudanza, la separación, los novecientos y tantos kilómetros, los colegios nuevos de cada uno. Siguieron, por supuesto, las cartas, los llamados, incluso uno que otro e-mail cuando fuimos un poco más grandes. Después el tiempo, la distancia, la preadolescencia, la vergüenza del yo-gusto-de-vos-vos-gustás-de-mi?, la sequía y así por algún tiempo hasta prácticamente perder la conexión. Ninguno de los tres jamás confesó lo que le pasaba (hasta ese entonces).
Eran los 90, auge de hombreras y década de abundancia menemista. Colegio privado, uniforme verde con un trébol, huevos kinder a un peso. Empecé por aquel entonces el jardín, al igual que casi todo en mi vida: llorando. El terror de aquellos veintipico uniformes mirándome mientras yo entraba, con los ojos acuosos y la cara colorada y Miss (porque, repito, era época menemista y no existían las "señoritas") Eugenia me ofrecía sus manos creadoras de masa de sal para que me sentase en alguna de esas sillas al ras del suelo. Y a partir de ahí, todo fue encaminándose. El recreo junto a la reja, la huerta, los power rangers, etcétera, etcétera. No recuerdo con exactitud cuál fue el momento justo donde empezó todo, más bien me viene a la mente un menjunge con olor a plasticola, crayón y mocos, pero fue a mis cuatro años que comenzó a engendrarse mi primer y segundo (ya veremos por qué segundo) gran amor, que al igual que todos los que le seguirían, sería compartido.
Tenía los ojos del marrón más claro que recuerdo, eran prácticamente amarillos del mismo tono que su pelo. Parecía salida del trigo mismo. Era fuerte, prepotente, y jamás la vería despeinada ni sucia. Era la antítesis de las demás compañeritas. Si la mochila de todas era rosada, pues la de ella era roja. La rebelde, en el buen sentido, del curso, con la que todos querían sentarse. La que tenía el pony de plástico más brillante y la sonrisa más linda del continente (o por lo menos a mi así me parecía). Incluso su nombre encerraba cierto mistisismo y creo que jamás se borrará de mi mente.
No sé cómo fue que "N" y yo nos acercamos por primera vez, pero de un segundo a otro nos volvimos inseparables, aunque ella siempre guardaba cierta distancia y esceptisismo, tan típico de su personalidad. Ella era del tipo de chicas que te decían: -"Tonto."- si les confesabas que te gustaba, pero con la dosis justa de dulzura como para que volvieras a intentarlo la semana próxima.
Así como apareció ella, salida del trigo, apareció también "A" salido de entre las piedras. Era un poco más bajo que yo, con los dientes separados, el pelo rubísimo y los ojos casi negros. Él era exactamente todo lo que yo no; era atlético, simpático, gracioso. Era de la clase de chicos que podía trepar la pared de la huerta y meterse a escondidas a la casa que estaba pegada al jardín. Yo era de los que lo miraban desde abajo, excitados por semejante hazaña, pero incapaces de levantar las piernas por encima de mis rodillas. Así como con "N", y de un día para otro, nos volvimos también inseparables. Eramos un dúo que no venía por separado y si él se movía hacia la izquierda, yo lo hacía hacia la derecha para contrarrestar su peso.
Y así comenzó todo a mezclarse, antes de que yo tuviera la confianza que adquirí con cada uno de ellos, ellos traían su historia desde antes (una semana, digamos, que en un jardín de infantes puede equivaler a años). El vínculo que encerraban era más especial, más pícaro quizás. Cuando estaban en frente mío sentía el frío del paredón que me alejaba de ellos y de lo que guardaban. Las cosas entre "N" y yo eran más distantes, más misteriosas, cargadas de miradas y silencios, de excusas para sentarnos juntos sin que el otro se diera cuenta.
La situación se extendió durante casi dos años, sin que ninguno avanzase más que el otro. Todo era compartido y paso a paso, mientras que ella era quien nos marcaba el ritmo al que podíamos acercarnos. Mientras yo me mordía de vez en cuando mis celos por "A", entre los tres íbamos creando una especie de burbuja irrompible donde nadie podía entrar, donde los límites no eran claros y donde el lugar que ocupaba cada uno, era intercambiable por el que estaba a la derecha, como una especie de juego de mesa tácito al que jugábamos de a tres.
Luego llegó la mudanza, la separación, los novecientos y tantos kilómetros, los colegios nuevos de cada uno. Siguieron, por supuesto, las cartas, los llamados, incluso uno que otro e-mail cuando fuimos un poco más grandes. Después el tiempo, la distancia, la preadolescencia, la vergüenza del yo-gusto-de-vos-vos-gustás-de-mi?, la sequía y así por algún tiempo hasta prácticamente perder la conexión. Ninguno de los tres jamás confesó lo que le pasaba (hasta ese entonces).
2 comentarios:
antes que nada
gracias por el cumplido muchacho
como añoro los 90
claro que si..
menu porteño en Mc Donalds a 2,20
el Manteca Martinez en mis figus de futbol
todo era glorioso.. hasta los amores (o los intentos)
leo con atencion tus lineas
ni te digo cuando ese "tercero" que aparece es un ex.. uff..se mueve mucho el barco.. te juega en contra el historial..peligroso
en fin
muy interesante todo por aqui
voy a seguir tomandome un micro virtual hasta mendoza para leerte mas seguido
oh mendoza..
tuve un amorio por tus tierras
en la bonita lujan de cuyo
un abrazo te dejo
Cuanta ternura!
Cuando leo estas cosas me arrepiento de haber hecho una primaria en colegio de monjas :P
Un beso
Publicar un comentario