Entonces, pensaba, que el camino más corto era quizá el de los pelos revueltos, el cigarrillo en la boca y aquel aspecto cuasi-rebelde que claro que no era. No era tampoco aquel otro, el de los rombos y los libros bajo el brazo, no. Quizá no era aquello que él mismo pensaba y, mucho menos, lo que ella pensaba que él era. Era, quizás, bajo todo ese pelo revuelto y los mil y un bolsos, un alma más que...un alma más. Simplemente. Un alma, desnuda, vacía, clara, difícil. Un alma simplemente que se proponía, por vez primera (o por última, cuando hablamos de almas no podemos hablar de tiempos concretos) encontrar en los adoquines de la calle un par de zapatos que caminen con élla (con él-la) bajo los dedos puntiagudos de los árboles en otoño. El temor era, o mejor dicho empieza, cuando las zapatillas brillantes desaparecen como por arte de magia (o peor aún, por falta de magia) de los adoquines y otra vez se camina sólo. Entonces claro, el rencor, ofenderse, enojarse, putear un poco, prender un cigarrillo y volver a maldecir contra los adoquines, las zapatillas y la puta madre que la parió. Después un café (que no era el mismo café, está claro) y otro cigarrillo (que tampoco era igual). Pero y qué? Y qué si a esas zapatillas en realidad le faltaban brillo y los adoquines en realidad estaban gastados? Y qué si en realidad fue todo una jugada de la mente y de las ganas de caminar acompañado? Y qué si todo en realidad se debe a que él...con ella...y entonces él?. Una foto, una frase, una película y una carta por debajo de la puerta. Sin respuesta. La puta que la parió (otra vez). Respuesta, sonrisa, encuentro. Sonrisa. Espacio - espacio - espacio. Más de nada. La puta que la parió.