Fragilidad

Y si, de repente, ¿las arpías decidieran cortar el hilo?. Hablo de momentos cotidianos, como cruzar la calle con el semáforo en verde o tropezar por el balcón mientras se intentaba recoger la última hoja del árbol de la vereda. También, claro, podría ser algo más premeditado como una tableta entera de algún psicotrópico o una soga al cuello. ¿Qué pasaría entonces conmigo, con nosotros?. Está claro que algunos se acercarían, por curiosidad hasta nuestro yaciente para vernos parpadear por última vez; otros se deshidratarían pregonando con dramatismo que es injusto, que no era el momento, y por último los menos (esperemos que sea así), agradecerían a la sapiencia de la naturaleza por alejar nuestro maligno influjo de sus (¿)afortunados(?) cuerpos vivos. Entonces entra en juego la fragilidad, la débil composición del espíritu que se desvanece como pitadas de humo sobre la imagen intermitente del televisor, como ciclos vitales de un tulipán en otoño. Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo, y abandonarlos a todos a la suerte de su destino, en un pestañeo irremediable. Dos semanas más tarde, por estipular un plazo, el árbol volverá a crecer sesenta y dos milímetros con el rocío de la mañana, el libro juntará veintinueve partículas de polvo entre el índice y la tapa y el hijo conocerá al amor de su vida cruzando la plaza a las 9,45 de un día lunes, desplazándonos por completo del hemisferio izquierdo de su cerebro para dar lugar a una bandada de mariposas que lo llevarán al borde del vómito. ¡Ay, fragilidad!, qué ganas de jamás volverte a cruzar...